Era la noche del 5 de enero, acababa de llegar de ver las carrozas de Sus Majestades y corría hacia el mueble de las botellas. No, con seis años no era alcohólica, pero me parece que yo pensaba que los Reyes Magos sí lo eran. Les preparaba tres chupitos de White Label (mi padre siempre me decía que echara de ése, era muy solidario por su parte compartir su botella favorita con aquellos tres hombres de Oriente) y al lado de cada vasito les dejaba su respectivo polvorón.
Al día siguiente los polvorones y el barreño vacíos, y de los chupitos, ni hablo. A veces me preocupaba la posibilidad de que los Reyes pudieran emborracharse por el alcohol y tropezaran mientras volaban (¿alguien sabe cómo se tropieza en el aire?) y por lo tanto seis millones novecientos setenta y dos mil millones seiscientos ochenta y ocho mil doscientas diecisiete personas se quedaran sin regalos. Quizás me sentiría culpable.
Cuando en la mañana del 6 de enero vi tantísimos regalos, empezaron mis primeras sospechas: ¿Había tres reyes por cada niño, o trillones de camellos? (por algo se empezaba). Luego empecé a pensar que realmente sólo traían un regalo porque no daban para más, y que las madres les ayudaban con el resto de la carta para que nosotros, ‘los peques’, no pensásemos que habían fracasado en su misión. Si me ponía a pensar, tenía sentido la falta de espacio si contaba con los sacos de carbón (siempre pensé que los reyes eran conscientes de que había muchos más niños malos que buenos, y supongo que a la hora de la verdad lo tenían en cuenta). Y no sé qué me hacía pensar que yo era de los buenos, ilusa de mi... o a lo mejor es que el detalle de los chupitos, el polvorón y el barreño era un inocente plan de soborno. Recuerdo una carta de reyes en la que escribí ‘prometo que el próximo año me portaré mejor’ (já, más ilusos todavía).
Aunque creo recordar que con ocho años, ya caí en la cuenta de todo. Veía a mis padres cargados de sospechosas bolsas cuadradas gigantes, con tijeras y rollos de fiso escondidos en el bolso de mi madre. Se encerraban misteriosamente en la habitación, y cuando salían me prohibían entrar hasta la mañana siguiente (qué misterioso y disimulado todo). Si os soy sincera, ni me llevé una terrible desilusión, ni lloré de rabia, ni me fui deprisa a contárselo a las compañeras de clase. Supongo que lo ví como una etapa más que había terminado, y por supuesto algo que cada uno tenía que descubrir por sí mismo, no soy quien para romperle la burbuja a nadie. Recuerdo que ni siquiera llegué a contarle a mi madre que lo había descubierto, la veía tan ilusionada esperando mi reacción al ver el sofá lleno de regalos que me pareció mejor esperar un par de años más. Podría decirse que la tortilla dió un giro extraño. Escribía la carta y asistía a esos ridículos eventos del Corte Inglés en el que tenía que sentarme en la pierna de un hombre con bigote despegado, aunque sin duda, lo que peor llevé de todo fué el no poder cambiar la expresión de ‘Quiero que los reyes me traigan __’ por ‘¿Puedes comprarme __ por reyes?’. Reconozco que me hacía ilusión ver esos juguetes que salían en la tele envueltos en mi sofá, pero a medida que iba creciendo los juguetes y la ilusión fueron escaseando.
Y actualmente si os soy sincera, ni tengo ganas de Navidad (simplemente porque no me gusta), ni de comprar y abrir regalos (este año no necesito nada y tengo que pedir cosas por fuerza, es otro punto más en contra de la Navidad, hacerlo más por la costumbre que por ganas). Aunque si hay que pedir algo..debo añadir una última nota:
Queridos Reyes Magos, si existís realmente, os pediría que me lo demostraseis mandándome a un guapo argentino con un lazo de regalo en la cabeza. Lo agradecería enormemente, espero que tengáis esta breve petición en cuenta.
Posdata: El lazo en la cabeza no es necesario, era por capricho.
Un saludo, M.
Como sé que eres perfeccionista, supongo que preferirás que te lo diga a que me calle cual puta: en el título hay un "que" que desestructura totalmente el significado del mismo.
ResponderEliminar